¿Por qué es malo etiquetar el Presupuesto?
Luis Carlos Ugalde
Porque distorsiona
la función legislativa. Las tareas primigenias del Congreso son
representar, legislar y controlar al Ejecutivo, no crear proyectos específicos
de obra pública o ponerle nombre y apellido a los programas públicos. En
materia presupuestaria, el llamado “poder de la bolsa” del Congreso consiste en
garantizar que el Presupuesto refleje las prioridades del Plan Nacional de
Desarrollo y luego supervisar que el gasto se ejerza con oportunidad,
honestidad y eficacia.
Ciertamente
el Congreso tiene la facultad de modificar el proyecto que le somete el
Ejecutivo y comúnmente lo hace. Incluso, puede señalar proyectos que requieren
más recursos o pedir que se asignen más fondos al campo o la educación como lo
hace año con año. Pero etiquetar recursos significa pedir que se haga una
alberca aquí o una cancha de básquet allá o que se construya un puente más
allá. Significa invadir las facultades de planeación del Poder Ejecutivo y
confundir los roles: uno planea y gasta, el otro aprueba el Presupuesto y
supervisa que se ejecute correctamente.
Etiquetar
presenta varios problemas. Por una parte, se presupuesta con la mirada en el
ombligo propio, no en el interés general o con una lógica de desarrollo
nacional. Cada legislador que etiqueta piensa en el interés particular de su
pueblo o colonia (en el mejor de los casos), pero algunos lo hacen para ayudar
a su compadre o aliado político. Se suman así cientos de pequeños
proyectos, muchos de ellos sin viabilidad técnica ni beneficio social, que
ayudan a juntar los votos a favor del Presupuesto pero que contaminan el poder
del Congreso: en lugar de que sirva para que el gobierno gaste bien, se usa
para que los diputados alimenten clientelas.
Muchos
diputados aducen que la gestoría de recursos es parte de su labor y que los
electores exigen obra, varillas, cemento, becas e incluso dinero en efectivo.
Bajo esa lógica se ha gestado otra práctica perniciosa: la de dar fondos para
gestoría social para que diputados los repartan bajo su mejor albedrío. Cada
vez más congresos en el país dan partidas millonarias a sus legisladores
(con mecanismos de comprobación muy laxos) para que repartan materiales de
construcción, dinero o lo que les venga en gana. Algunos lo usan para dar
apoyos a sus comunidades; otros pueden simplemente meterlo a su cartera
personal.
Hacer
lo que algunos grupos sociales demandan no es la guía correcta. “Si no les
llevo varilla o despensas no me reciben en el pueblo”, he escuchado decir a
varios legisladores. “A la gente no le interesa saber las leyes que voto, sino
las cosas que les llevo”, me dijo un amigo hace poco. “Las reformas
estructurales no le interesan a la gente, sino las becas que les doy para
sus hijos”.
Cuando
un legislador presta más atención a los fondos que puede repartir o a las
labores de gestoría social que hace con dinero público, se distrae de su
función central de revisar que el Presupuesto en su conjunto cumpla las metas
de desarrollo del país, de revisar que los programas sociales sean efectivos o
de analizar los cientos de partidas del Presupuesto. Desde que surgió la
perniciosa práctica de etiquetar a mediados de la década pasada, notoriamente
durante la negociación del Presupuesto de 2005, la actividad de la
Cámara de Diputados se concentra más en negociar esas partidas dejando de lado
la revisión integral del Paquete Económico.
Durante
la negociación del PEF 2016 poca información se tuvo de la evaluación
que se hizo de los programas sociales. Tampoco se supo si la Comisión de Presupuesto
analizó los informes de la Auditoría Superior de la Federación para asignar
fondos federales a las entidades del país (muchas participaciones son desviadas
año con año). Tampoco se sabe si se revisó con detalle la política de inversión
de Pemex, por ejemplo. En contraste, los medios dieron amplia cobertura a la
etiquetación de recursos y la asignación de diez mil millones de pesos para el
Fondo para el Fortalecimiento de la Infraestructura Estatal y Municipal.
Este
fondo sustituye a tres que se habían creado en los últimos años para la
etiquetación: pavimentación y desarrollo municipal, infraestructura deportiva y
cultura, que los diputados solían asignar libremente a gobiernos municipales
y estatales. Esos fondos habían sumado alrededor de 11 mil millones de
pesos cada año y estimularon la industria de sobornos o “moches” porque algunos
alcaldes y gobernadores ofrecen recompensa a cambio de recibir mayor
presupuesto.
El
nuevo fondo limitará la corrupción porque ahora los diputados ya no pueden elegir
proyectos sino sólo decidir a qué municipio o entidad se canaliza. La
Secretaría de Hacienda emitirá disposiciones para que los estados y
ayuntamientos presenten proyectos y puedan gastarlos en pavimentación,
mantenimiento de vías, drenaje y alcantarillado, alumbrado, espacios
culturales y deportivos, entre otros.
¿Un
paso adelante? Sí y no. Por una parte se contiene la improvisación porque los
diputados ya no inventarán proyectos para gastar y serán los mismos gobiernos
los que presenten proyectos a principios de 2016. Sin embargo, mantuvieron la
facultad de escoger municipios o entidades para canalizar 20 millones de pesos
por cabeza.
¿Acaso
no era mejor que el susodicho fondo canalizara sus diez mil millones de pesos
mediante una fórmula de población, rezago social o integridad de sus finanzas
públicas? ¿No habría sido mejor premiar a los ayuntamientos que han
cumplido con ciertos programas, por ejemplo, la armonización contable? ¿Podrán
los ayuntamientos presentar proyectos viables y útiles en pocas semanas? ¿Se
gastarán bien esos 10 mil millones de pesos?
Twitter: @LCUgalde
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